La historia de José Gregorio Hernández Cisneros es la de un hombre que supo unir la fe y la razón, la ciencia y la compasión. Nació el 26 de octubre de 1864 en Isnotú, un pequeño pueblo del estado Trujillo, Venezuela, en el seno de una familia sencilla y profundamente creyente. Desde joven mostró una inteligencia brillante y un corazón sensible hacia el sufrimiento ajeno. A los 23 años se graduó con honores de médico en la Universidad Central de Venezuela, y pronto viajó a París para continuar sus estudios. Ello lo llevó a convertirse en pionero de la medicina moderna en su país.
A su regreso, no se conformó con ser un profesional destacado. Se consagró por completo a enseñar, investigar y atender gratuitamente a los más necesitados. Sus pacientes lo llamaban “el médico de los pobres”, porque en su consulta no solo recetaba medicinas, sino también consuelo, oración y esperanza. Quienes lo conocieron recuerdan que su trato con los enfermos era profundamente humano, y que muchas veces él mismo costeaba los tratamientos de quienes no podían pagar.
Una vida guiada por la fe
Aunque su vocación era la medicina, José Gregorio siempre sintió una profunda atracción por la vida religiosa. En dos ocasiones intentó ingresar a comunidades monásticas —primero en Italia y luego en Colombia—, pero su frágil salud lo obligó a regresar a Venezuela. Comprendió entonces que su misión era servir a Dios en el mundo, siendo un testimonio de santidad en la vida laical.
Su fe no se limitaba a los templos. Era un hombre de oración constante, de misa diaria, de devoción al Sagrado Corazón de Jesús y a la Virgen María. Vivía con humildad, austeridad y una confianza absoluta en la Providencia. Los estudiantes lo recuerdan como un profesor exigente pero bondadoso, siempre dispuesto a ayudar y a enseñar que la medicina, sin caridad, pierde su alma.
El médico que se convirtió en leyenda
El 29 de junio de 1919, mientras cruzaba una calle de Caracas para llevar medicamentos a un enfermo, fue atropellado por un automóvil, hecho que le causó la muerte a la temprana edad de 54 años. La noticia de su fallecimiento conmovió al país entero, que lloró esa pérdida con profundo dolor.
La gente comenzó a visitarlo en su tumba, a pedirle favores y a agradecerle milagros. Su figura, sencilla y bondadosa, se transformó con los años en símbolo de fe, consuelo y esperanza para millones de venezolanos.
Las historias de sanaciones atribuidas a su intercesión se multiplicaron, y su imagen —con su sombrero, su bigote y su mirada de hombre bonachón— empezó a ocupar altares domésticos, hospitales, capillas y hogares de toda América Latina. En 2021 fue beatificado por el papa Francisco, y en octubre de 2025 —en el mes del 161er aniversario de su nacimiento— con el acto de canonización oficial, la Iglesia Católica desde El Vaticano reafirma lo que su pueblo ya sabía desde hace más de un siglo: que José Gregorio Hernández era un santo.
Médico del corazón del pueblo
San José Gregorio Hernández no fue obispo ni sacerdote; fue un laico que vivió el Evangelio en su profesión y en su trato con los demás. Por eso, su ejemplo es especialmente significativo para los creyentes que buscan servir a Dios en medio de la vida cotidiana. Representa la santidad del hombre común, del médico, del profesor, del padre de familia, del trabajador que convierte cada día en una ofrenda de amor.
En Venezuela su devoción sigue viva en todos los rincones: en los hospitales donde los médicos invocan su nombre antes de una cirugía, en los hogares donde se le reza por los enfermos, y en las procesiones donde miles de fieles levantan su retrato con gratitud. También en República Dominicana y en muchos países de la región, su figura se ha extendido como un puente espiritual entre los pueblos latinoamericanos, recordando que la fe compartida une más allá de fronteras y lenguas.
Un legado que trasciende el tiempo
Hoy, la Iglesia universal lo reconoce como San José Gregorio Hernández, ejemplo luminoso de fe encarnada en el servicio. Su vida invita a mirar la medicina no solo como ciencia, sino también como ministerio; y a entender la santidad como una posibilidad abierta para todos los bautizados.
En un mundo donde el sufrimiento, la desigualdad y la indiferencia parecen crecer, su figura renueva la esperanza y nos recuerda que, como él mismo solía decir, “el amor es la mejor medicina para el alma”.
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