Todo comenzó con un intercambio público entre Arturo Pérez-Reverte y el crítico de arte El Barroquista: mientras este último elogió el Guernica como la obra más relevante del arte español, Pérez-Reverte replicó que “Goya nos pintó el alma” con su Duelo a garrotazos. Esta acalorada conversación en redes sociales hizo evidente algo que va más allá de la subjetividad estética: la cultura se disputa con la ferocidad de una carrera por la visibilidad.
A diferencia del deporte, donde los ganadores se determinan por resultados precisos, en el campo cultural la evaluación es difusa. Se valora mediante listas de “mejores”, premios, reseñas y "me gusta" en redes. Especialmente para creadores jóvenes, estas distinciones son trampolines para construir reputación y proyección profesional, aunque no asegura beneficios económicos.
Según los análisis sociológicos citados en el artículo, la competencia cultural también es una forma de distinción social: asumir un gusto cultural "superior" es a menudo demostrar pertenencia a una elite. Al mismo tiempo, la crítica experta —tradicionalmente mediadora del gusto— se ve desplazada por opiniones de masas en redes, donde prevalece lo emocional e inmediato.
El crítico Peio Aguirre lo resume así: la cultura está imbricada en la lógica del mercado neoliberal. La competitividad se alimenta de las dinámicas de consumo rápido y la polarización entre lo mainstream y lo singular. En ese contexto, nuestra defensa de una obra cultural no es casi nunca un juicio neutral, sino una reafirmación identitaria en tiempos de visibilidad digital casi instantánea.
En lugar de debatir quién es mejor, quizás resulte más fructífero pensar cómo una obra cultural nos transforma en lo personal: cómo impacta nuestras emociones, nuestras ideas, y cómo establecemos un vínculo duradero con ella.
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